«Había salido el sol sobre la tierra cuando llegó
Lot a Sóar. Entonces Yahveh hizo llover sobre Sodoma y Gomorra azufre y
fuego desde los cielos, y destruyó estas ciudades y toda la llanura, con
todos los habitantes de las ciudades y las plantas del suelo. La
mujer de Lot miró atrás y se convirtió en estatua de sal»
(Génesis 19: 23-29)
El relato de la mujer de Lot es muy sugestivo. Como muchas otras historias bíblicas ha generado innumerables interpretaciones, representaciones y creaciones artísticas. Puedo imaginar perfectamente ese impulso que llevó a Edith a echar la mirada atrás, y entiendo que fuera más fuerte que lo que estaba en juego, que venciera incluso la magnitud del castigo: el drama de pasar de estar viva, andar, huir, mirar a convertirse en una estatua, fría y sin vida.
Durante mucho tiempo estos productos quedaron confinados en los estrechos ámbitos de la religión o de la nobleza. En el siglo XVIII, sin embargo, empezaron a proliferar por Francia, Inglaterra, Alemania e incluso por las colonias británicas de Norteamérica galerías de figuras de cera de personajes célebres. En París, Philippe Curtius abrió en el Palais Royal una galería de cera de celebridades y, algo más lejos de un lugar tan noble, otra de malhechores famosos. Su ayudante Marie Grosholtz, que tras su matrimonio sería la futura Madame Tussaud, hizo con diecisiete años el molde de Voltaire y, poco después, cuando venció la Revolución, la Asamblea Nacional le encomendó hacer los moldes de Luis XVI, de Maria Antonieta, de Marat y de su asesina, Charlotte Corday. En 1802, Madame Tussaud abandonó Francia para dedicarse a recorrer toda Gran Bretaña mostrando sus figuras de cera, hasta terminar instalándose definitivamente en Londres en 1835.
En las primeras décadas del siglo XX, los surrealistas encontraron en estos centros, en el Museo de madame Tussaud y en su hermano parisino, el Museo Grevin, un fecundo terreno para sus juegos oníricos. Frente a otras instituciones de la alta cultura, estos lugares obsoletos y casi abandonados les ofrecían un espacio sin trabas en el que desplegar su desbordante imaginación. En las últimas páginas de su novela Nadja, André Breton cuenta cómo deambulaba por París sacando fotografías y se lamenta de su insatisfacción por que esas tomas fotográficas, que deberían ser tomadas desde el ángulo especial desde el que él consideraba cada cosa, le parecen insuficientes. Pero, sobre todo, se muestra decepcionado «por la imposibilidad de obtener autorización para fotografiar el adorable señuelo que, en el Museo Grevin, es esa mujer que hace como si se escondiera en un rincón oscuro para abrocharse su liguero, y que en esa pose inmóvil es la única estatua, que yo sepa, que tiene ojos: los ojos de la provocación»[1].
Como Madame Tussaud vio y supo explotar, las esculturas de cera parecen exhalar vida, parecen estar a punto de recobrar el movimiento, de recuperar la voz y de ponerse en marcha. Pero, al mismo tiempo, precisamente por esta excesiva proximidad a la vida, nos sitúan, sin mediaciones, frente a la rigidez de la muerte. Si no se echan a andar es porque están muertas, porque son inanimadas. Producen esa desazón propia de lo siniestro de la que hablaba Freud. No por nada, el psiquiatra alemán Ernst Jentsch incluyó las figuras de cera entre los ejemplos más notorios de las cosas que producían este sentimiento. Nos hacen enfrentarnos a esos dos polos antitéticos, sin permitirnos por un breve periodo de tiempo decidirnos por ninguno de ellos: parecen vivas, pero están muertas, son rígidas e inanimadas, por muy perfectas que puedan resultar.
Desde el punto de vista de sus características materiales, la cera presenta también para los escultores muchas ventajas: es dúctil y maleable, pero al mismo tiempo sólida y duradera. Permite simular como ningún otro material la tersura o la flaccidez de la carne, la suavidad o la rugosidad de la piel. Además, como puede teñirse, en ella se puede presentar toda la gama de colores de las cosas. Frente a otros materiales, como el mármol, la piedra o el metal[3], en los que era complicado la aplicación del color, con la cera el color parecía ir de consuno.
Pequeña bailarina de catorce años |
Es muy probable que Degas también se dejara influir en esta realización por la presencia masiva del maniquí comercial en el París del s.XIX. Como Walter Benjamin ha mostrado en su Libro de los Pasajes, la producción de masas y el comercio fueron la base sobre la que se asentaron los célebres pasajes parisinos habitados por miles de tiendas que exhibían en sus escaparates sus productos. Me imagino como en estas «calles lascivas del comercio, sólo apropiadas para despertar el deseo»[5], el maniquí era el señuelo más importante. Pero para que este reclamo fuera efectivo se tenían que utilizar figuras extremadamente realistas, con cabezas de cera, ojos de cristal y cabellos humanos, situadas entre muebles de verdad, accesorios y fondos pintados. Los escaparates parisinos eran verdaderos cuadros vivos que, estoy segura, Degas debió admirar.
Fisonomías de criminales |
Por eso no me extraña que el modelo de la bailarina que adoptó Degas fuera la figura de Nana de la novela de Zola del mismo nombre, escrita dos años antes. Las tesis de la carga inamovible de los orígenes, de la fatalidad del destino, de los férreos límites del carácter, que la «ciencia» de la fisionomía parecía confirmar, respaldaban la idea de la criminalidad innata, que Degas quería reflejar claramente en esas fisionomías criminales y en la pequeña bailarina. Para ello subrayó los rasgos más salvajes en sus rostros. Exageró la mandíbula inferior, redujo la frente y amplió la nariz para dar un aspecto «bestial» a esos jóvenes y a esa niña de catorce años.
Ya los críticos de entonces supieron apreciar la carga moralista de estas obras. Su presentación en una campana de cristal como las que se utilizaban en los gabinetes de curiosidades para presentar especímenes raros, hacía sospechar una pretensión científica. La fealdad de la bailarina era una «fealdad instructiva», escribió un crítico, «el resultado intelectual de un realismo manipulado por un artista que sin duda es un moralista»[7]. Esta fealdad mostraba una depravación precoz, que además quedaba totalmente confirmada por el oficio de bailarina, situándola así en los bajos fondos de los teatros y de las revistas musicales de los que se nutría la prostitución adulta.
Los materiales utilizados, la cera, los cabellos y los vestidos, no sólo exacerbaban su realismo, sino que además ponían estas obras en relación con los especímenes patológicos que se exhibían en los museos de ciencias naturales y de etnología, también con esos materiales[8]. De hecho, muchos críticos recomendaron que la bailarina fuera trasladada a estas instituciones y que quedase excluida de los museos de arte. Degas había ido tan lejos en esta obra que al crear un tipo social, un tipo patológico, al que había llegado como resultado de su programa naturalista, había roto con los límites que entonces imponía el arte.
Recuerdo haber visto por primera vez La Bailarina en el Museo de Orsay, poco después de su inauguración. De la exposición impresionista de 1881 ya no quedaba mucho. Ahora se exponía una versión en bronce, en una aséptica vitrina, con el tutú y el lazo de raso como únicos aditamentos textiles. Los pasteles con los rostros de los delincuentes tampoco estaban allí. Si no conocías las intenciones del artista y el contexto en el que la obra se había creado, difícilmente podías llegar a interpretarla correctamente. El Museo con su asepsia la había recuperado y reintegrado en el canon de la belleza occidental como otra obra más. Todo lo que la alejaba de esas frías y blancas esculturas clásicas, como escribía Huysmans, parecía haber desaparecido.
Pero la lección de Degas no iba a terminar en el olvido. Los artistas que en el siglo XX y XXI se pueden agrupar bajo la categoría de «arte de maniquí» se iban a volver a alejar de las blancuras marmóreas para acercarse al realismo de la Bailarina. Bajo esta denominación, que no tiene pretensiones teóricas, incluyo a muy variadas personalidades: Hanson o De Andrea, Allan Jones o Charles Ray, Robert Graham, Ron Mueck o Maurizio Cattelan.
Turistas |
Mujer sentada |
Como Degas y los imagineros barrocos españoles, estos escultores también visten a sus figuras con ropas de verdad y las aderezan con todo tipo de objetos y complementos. Utilizan, sin ningún tipo de reparos, los recursos del arte popular. Siguen, en este sentido, la gran lección del Pop art, la eliminación de cualquier frontera entre arte superior y arte inferior. Se nutren de éste, de las figuras religiosas o de los museos de cera, para realizar sus producciones extremadamente realistas, pero a su vez extremadamente artificiales. También se sirven de la confusión de géneros que inauguraron las vanguardias clásicas. Es difícil distinguir en ellos entre escultura, pintura, teatro, performance y el arte de la instalación. Todo se pone al servicio de la creación de esos modelos perfectos del hombre: de su doble, de su facsímil.
Film Poster |
También John De Andrea utiliza muy discretamente el color en sus figuras realistas hechas con fibra de vidrio y poliéster mediante vaciado al natural. Pero su resultado difiere totalmente del obtenido por Segal. Lejos de parecer seres momificados, sus figuras son muy expresivas. En su conjunto escultórico de 1977, en el que aparece un escultor haciendo la escayola de una modelo, De Andrea ha pretendido captar el momento, como si hubiera hecho una fotografía en blanco y negro de ese instante preciso de su trabajo en el taller. El artista Mike Kelley, comisario de una célebre exposición dedicada a Lo siniestro en la que abordaba la escultura de De Andrea, cree que «el realismo de los documentales fotográficos en blanco y negro es el referente obvio»[9] de estas obras.
El trabajo del mármol |
Con este objetivo, en 1967 utilizó por primera vez en sus grupos escultóricos modelos vivos y la técnica del vaciado al natural. Gracias a esta técnica y a la utilización de las resinas sintéticas llegó a un resultado hiperrealista que le satisfizo plenamente y que seguiría explorando durante el resto de su carrera. Sus grupos Guerra (1967) o Desórdenes racistas (1968), en los que condenaba la violencia, marcaron el final de su periodo político y el inicio de sus investigaciones de la figura humana y de la banalidad de la vida cotidiana. Mujer comprando en el supermecado de 1970 inaugura este terreno tan fértil en el que, a partir de ese momento, iba a cosechar casi todo su material iconográfico.
A continuación, pintaba y vestía a sus figuras. Para ello elegía las ropas más auténticas posibles y las acompañaba con los atributos propios de su función o de su trabajo: cámara fotográfica para los turistas, el carro para la compradora del supermercado, la fregona para la señora de la limpieza, etc. De esta forma creaba en torno a la figura todo un cuadro, una situación de conjunto. La finalidad era lograr que a nosotros, los espectadores, esas personas que están ahí, limpiando, fumando o descansando nos resulten cercanas.
Hay un elemento contradictorio en todo este procedimiento de Hanson. Pues, aunque partía de modelos físicos concretos, en la mayoría de los casos el escultor componía las figuras. El resultado era muy distinto al modelo original. Hanson no se plegaba a la realidad. A veces utilizaba partes de diferentes modelos para llegar al resultado que buscaba o utilizaba un detalle de uno para completar otro. Además, pronto descubrió que para llegar al efecto de realidad que buscaba en el momento de aplicar el color había que exagerar tanto las luces como las sombras. Este procedimiento creativo quizá sea lo que, a mi parecer, hace tan interesante su producción: el hecho de que sus obras, aunque parezcan tan naturales, sean productos construidos y compuestos.
La premisa fundamental era que «la ilusión tenía que ser absoluta»[12]. Por eso, todo en la obra de Hanson tenía que superar la prueba de la verosimilitud: desde el menor pliegue o arruga en el rostro hasta los objetos con los que acompañaba las figuras o los vestidos que éstas llevaban. Las figuras de Hanson no son copias ni remedos más o menos brillantes de la realidad, son verdaderas «máquinas de realidad», creaciones perfectamente pensadas que te sitúan frente a la aporía de ser y parecer. Son y parecen. Parecen y son. Son objetos creados, pero parecen tan vivos como la realidad misma. Intentan confundirnos y sembrar la duda, desdibujando los límites que separan la realidad de la ilusión, como en el Museo de Madame Tussaud.
En este lado frágil y mortal inciden también las esculturas de Ron Mueck, artista que se dio a conocer en 1997 en la famosa exposición Sensation celebrada en la Royal Academy of Arts de Londres con una escultura titulada Dead Dad (Papá muerto). Frente al bullicio y a la provocación de las obras presentadas en esta exposición por artistas como los Chapman, Marcus Harvey u Offili, la contribución de Mueck consistía simplemente en una pequeña figura de un hombre muerto, tendido sobre una superficie neutra, que podía recordar a la camilla de una morgue. Lo más chocante de esta obra era su extremo realismo. Mueck había reproducido cada una de las arrugas del rostro, sus pequeñas protuberancias, los pelos del cuerpo y la rigidez cadavérica y todo ello con una meticulosidad obsesiva. Era la figura del padre, de su padre, «extrañamente vivo o, mejor dicho, extrañamente muerto»[14], como observaba el crítico de arte Robert Rosenblum.
Estas obras son, como las de Hanson, verdaderas «máquinas de realidad», construcciones en las que todo encaja, en las que cada una de las piezas sirve para construir ese artificio final en el que ilusión y realidad, sueño y vigilia se confunden y nos confunden. Mueck es, como dice Robert Rosenblum, «una especie de Frankenstein moderno, creador de un universo personal poblado por humanoides, que al tiempo que reflejan nuestra imagen, nos transforman en criaturas extrañas»[15].
Pero si Mueck y Hanson comparten, como hasta ahora hemos visto, muchos intereses, los mundos que cada uno de ellos crean son muy diferentes. Para empezar, a Mueck no le interesa el mundo del consumo, de la sociedad opulenta y superficial de la que proceden las figuras de Hanson, claras deudoras del Pop Art. Mueck está interesado por algo más primordial: por el hombre y el ciclo de la vida, del nacimiento a la muerte. Su obra se centra en estos momentos fundamentales: desde una madre con su bebé, al que acaba de dar a luz y que muestra todavía el sudor del esfuerzo, hasta chicos adolescentes que parecen buscarse a sí mismos, adultos enfermos o desequilibrados y viejos que intentan vanamente ocultar su decrepitud, para finalizar en la agonía y la muerte y en la cérea rigidez del cadáver.
Con esta temática, es lógico que la aplicación del color en la obra de Mueck sea mucho más discreta que en la de Hanson. Su terreno privilegiado es la carne y sus representaciones, de las que no excluye ni las redondeces de la carne de los bebés ni el aspecto macilento de la de los viejos. Aunque las ropas y aditamentos que utiliza son poco llamativos y de una genuina vulgaridad, sirven para hacer más explícitas las situaciones en las que estas figuras se encuentran: postradas en una cama, escondidas en un rebujo de mantas, tapadas con una gabardina o mirándose en cuclillas en un espejo. Me parece impresionante la presencia psicológica de estas figuras. Todas ellas están en un momento de reflexión, de detenimiento. Perdidas y melancólicas, parecen preguntarse por la existencia. Sus poses, sus miradas y sus expresiones provocan en el espectador al mismo tiempo empatía, malestar y desconcierto.
El pavor de esa utopía me lleva a volver la mirada a las obras de Hanson y de Mueck, cuyas figuras se saben y se muestran finitas y vulnerables. La fragilidad de estos hombres, de esa señora de la limpieza, de esa vieja que cierra sus ojos apesadumbrada o de ese hombre sentado en un rincón es nuestro pasado y probablemente nuestro único futuro. Estas esculturas nos ponen cara a cara con nuestro ser perecedero. No tenemos escapatoria: somos seres frágiles y caducos, destinados a la muerte.
Eduardo Momeñe pone aquí el dedo en la llaga, pues fotografía y escultura están intricadamente unidas en su obra. Un poco más adelante, en ese mismo texto, Jones nos describe cuáles son las etapas fundamentales por las que debe pasar la fotografía de estudio, según Burton. En primer lugar, -explica- el fotógrafo tiene que «crear» la escultura y, en segundo lugar, integrarla en un espacio que también ha tenido que «construir»[19] .
El fotógrafo detiene el instante, petrifica lo que hay y nos lo presenta como la columna de sal en que se convirtió la mujer de Lot. Al contemplar muchas de las fotografías de estudio de Momeñe no es fácil saber, como le ocurrió a Jones, si nos encontramos ante una figura de cera, un maniquí de madera o una persona de carne y hueso. Me siento también presa de la trampa del «parecido» de madame Tussaud: ¿es una mujer vestida de safari la que aparece en esta fotografía o es la figura de cera de una mujer vestida de safari o el maniquí de madera de una mujer vestida de safari?
La aparición del zócalo en la fotografía no es un gesto inocente. Eduardo Momeñe es muy consciente de que la escultura moderna ha luchado denodadamente contra el zócalo, desde las primeras exploraciones de Rodin o Brancusi hasta su desaparición completa en manos de los minimalistas o del land art. Su inactualidad hace que el nuevo zócalo introducido en la fotografía refuerce su capacidad de aislar y de sacralizar: un modelo, mujer u hombre, sobre un zócalo no parece una persona a la que abordaríamos por la calle.
Su indagación en este campo de ilusiones perceptivas entre lo animado y lo inanimado ha llevado a Eduardo Momeñe a trabajar con unos modelos que precisamente desarrollan toda su capacidad en estos márgenes y que además lo hacen con una habilidad endiablada: las estatuas vivientes. Estos artistas callejeros se disfrazan de esculturas y permanecen en posiciones estáticas durante horas, intentando engañar / sorprender a la gente que pasa por allí.
Para fotografiarlos Momeñe ha llevado a las estatuas vivientes a su estudio, los ha arrancado del contexto de la calle y del público urbano y los ha sometido a una escenificación estricta. The Gunman, Los gemelos petrificados o La Menina son algunas de las esculturas vivientes que ha fotografiado. ¿Qué vemos en la fotografía de The Gunman? ¿Vemos un hombre disfrazado de estatua de bronce o vemos una estatua de bronce de un pistolero? Como le ocurría a W.G. Jones, según lo que decidamos que vemos la fotografía nos mirará de una u otra manera.
Aquí Momeñe se ha encaminado por la vía que abrieron los británicos Gilbert & Georges en 1969, cuando presentaron una performance en Bruselas titulada The singing scupture. En ella aparecían ambos artistas vestidos con sus consabidos trajes de tres piezas, con las caras cubiertas de pintura metálica e interpretando una vieja canción de los años 30. Como si fueran autómatas, sus movimientos eran mecánicos y el sonido que emitían, metálico. Además, aparecían subidos en una mesa que hacía la función de zócalo: eran escultura. Es evidente que esta obra incidía en la confusión entre lo animado y lo inanimado, entre la vida y el arte. En el contexto histórico en el que nació es muy probable que también quisiera transmitir un mensaje crítico ante la deshumanización y la alienación de los medios de masas y de la sociedad del espectáculo.
La escultura viviente Los gemelos petrificados es una mise en abyme y un perfecto retruécano visual: vivos muertos – muertos vivos. Representa a dos gemelos a los que supuestamente la erupción del Vesubio en el año 79 de nuestra era les pilló en Pompeya en el momento en que estaban escanciando agua. La expulsión de gases y las altas temperaturas que generó la erupción del volcán los dejó petrificados en ese preciso instante. Como Edith, la mujer de Lot, se convirtieron en estatuas, pero ahora Bernard Kornreich, escultor y artífice del conjunto, les vuelve a infundir vida.
Los gemelos no son una escultura viviente al uso, por su constitución todavía incide más en la ilusión perceptiva con la que juegan estas creaciones. Para nuestra sorpresa, solo uno de los gemelos es realmente viviente, mientras el otro es solo escultura. ¿Cuál de los dos es Bernard Kornreich y cuál es solo la escultura hecha por él? ¿Cuál es un ser animado y cuál, inanimado? Para llevar el juego hasta el límite, el artista se ha servido de muchos de los recursos de la escultura: para empezar, el conjunto se apoya sobre un zócalo con el título bien inscrito, además, nos presenta el desarrollo de una acción, la acción de escanciar que se ha visto repentinamente paralizada y, por último, ha establecido una genial personificación de los protagonistas: el que escancia el agua mira atentamente cómo esta se derrama mientras el otro extiende su vista más lejos, con una mirada reflexiva y melancólica.
Momeñe ha hecho en su estudio dos fotografías en blanco y negro de los gemelos petrificados: una, de los protagonistas en acción y la otra, solo de la escenografía sin la presencia de los actores. Esta última parece la fotografía de unos despojos, como esas ruinas abandonadas y esos bustos mutilados, que fue fotografiando Burton en su deambular por Europa. Creo que en estos despojos Momeñe casi ha conseguido lo que anhelaba cuando escribió que «el estudio es un excelente recurso para obtener retratos de rostros y de rostros con su cuerpo. Cuerpos fuera de su sitio, de su vida, en ninguna parte, si es que ello fuera posible»[25]. Eso es lo que veo aquí: rostros y cuerpos arrancados de sus mundos, clavados en un zócalo, protegidos de cualquier contingencia, solo cuerpos, solo rostros.
Al contemplar estas fotografías no puedo por menos de preguntarme por el objeto, persona o paisaje que el fotógrafo enfoca. ¿Quién está ahí? ¿Qué es lo que parece tan interesante al fotógrafo? ¿es tan bello el paisaje? ¿Y si es a mí a quien mira la cámara? Quizá sea esa la respuesta. Igual que en las Meninas de Velázquez mi mirada y la de cualquier espectador forman parte de la compleja representación que ha orquestado el artista, en estas fotografías yo también formo parte de la representación: mi mirada, o la de usted, lector, que mira la fotografía, constituye la tercera toma que encierran estas muñecas rusas. Una mirada que se sabe efímera y fugaz, e inevitablemente pretérita, como la mirada de Edith.
Charo Crego
[1]
Breton, A., Nadja, Gallimard, París, 1964, p. 152
[2]
Stoichita, V., Simulacros. El efecto
Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock, Siruela, Madrid, 2006, p. 35.
[3]
Sobre el color en la escultura se puede consultar The Colour of Sculpture. 1840-1910, Van Gogh Museum, Amsterdam, 1996.
[4] Idem, p. 245.
[5] Benjamin, W., Paris, capitale du XIX siècle, Éditions du Cerf, París, 1989, p.
73.
[6] Druick, D. «La petite danseuse et
les criminels: Degas moraliste», en Degas
inédit, La Documentation française, París, 1989, p. 230.
[7]
Crítica de Paul Mantz publicada en abril de 1881, citada en Idem, p. 226.
[8]
J. Clair considera que Degas fue de los primeros en apreciar la capacidad de la
antropología para llenar el vacío dejado por el derrumbe de los cánones
clásicos. Véase L’an 1895. L’Échoppe,
París, 2004, p. 27.
[9]
M. Kelley, op. cit., p. 23.
[10] Véase V. Stoichita, op. cit,
p. 12.
[11] K. Hartley, «The Human Figure
in Duane Hanson’s Art», in Duane Hanson.
More than Reality, Hatje Cantz, Osfildern-Ruit, 2001, p. 81.
[12] Buchsteiner, T., «Art is life and
life is realistic» in Duane Hanson. More
than Reality, Hatje Cantz, Osfildern-Ruit, 2001, p. 76,
[13] Breyhan, Ch. «How to look at…», in Duane Hanson. More than Reality, Hatje
Cantz, Osfildern-Ruit, 2001, p.91.
[14] R. Rosenblum, «Ron Mueck: corps et
âmes», en Ron Mueck, Fondation
Cartier pour l’art contemporain, París, 2005, p. 46.
[15] Idem, p. 50.
[16] Idem, p. 68.
[17] J. Deitsch, Post Human, FAE Musée d’Art Contemporain, Pully/Lausana, 1992.
[18]
Jones, W.G Las fotografías de Burton Norton, Afterphoto, Madrid, 2015,
p.118. Este libro de ficción cuenta los viajes del fotógrafo Burton Norton de
la pluma de su aprendiz, W.G. Jones. Son viajes en los que recorren Europa
impulsados por el afán de fotografiar paisajes, ruinas, monumentos y otros
lugares emblemáticos. Es el Bildungsroman del joven Jones, pero no solo
cuenta el paso a su edad adulta, sino también su aprendizaje fotográfico. Es un
libro ingenioso, exuberante e inclasificable de formación fotográfica que
debemos a la pluma, escondida bajo la persona de Jones, de Eduardo Momeñe.
[19]
Idem. P. 415.
[20]
Momeñe, E., Die Welt ist schön, La Fábrica, Madrid, 2017.
[21]
Jones, W.G Las fotografías de Burton Norton, Afterphoto, Madrid, 2015,
p. 94.
[22]
Stoichita, V., Simulacros. El efecto
Pigmalión: de Ovidio a Hitchcock, Siruela, Madrid, 2006, p. 100.
[23]
Jones, W.G Las fotografías de Burton Norton, Afterphoto, Madrid, 2015,
p.120.
[24] Barthes, R., La chambre claire,
Seuil, París, 1995, p. 1166.
[25]
Momeñe, E., Die Welt ist schön, La Fábrica, Madrid, 2017.
[26] Barthes, R., La chambre
claire, Seuil, París, 1995, p. 1173.